Sería sin duda incompleto el cuadro de nuestra presencia a la gran Guerra si no se hiciera mención especial a la figura de don Luis Raineri. Es muy rica la documentación que él mismo ha dejado del período transcurrido al frente: muchas cartas y también una colección de pequeñas anotaciones, escritas, podíamos decir, en la misma trinchera. Es sorprendente en él sobre todo la sencillez con que enfrenta y describe las situaciones y las previsiones más complejas.
Después de la muerte de Migliorini (6 de octubre de 1918), escribe a sus compañeros teólogos en Roma: «Es de esperar que sea la última víctima; o, si otra es aún necesaria, esta sea el más friolento y el más aguafiestas que siempre piensa en ustedes, en Roma, en el estudiantado». Su contextura más bien débil y la rigidez del invierno quizá le hicieran presagiar la muerte que habría podido alcanzarlo.
Escribía a padre Agustín Mazzucchelli: «Espero que yo sea el último sacrificio que Dios pide a la Congregación» (noviembre de 1918).
Murió en efecto poco después y ni siquiera rodeado de la gloria de la bala en el frente, sino tras una bronconeumonía, contraída durante las últimas operaciones bélicas -la guerra ya había terminado-, habiendo tenido que quedarse por casi dos horas a la intemperie, como guardia, golpeado por un viento muy helado.
De su vocación, asumida en modo integral, es decir apuntando a la santidad, nos da testimonio también una carta de don Luis Orione, que lo había conocido durante una tregua de guerra en Tortona. Escribe don Orione: «El clérigo Luis Raineri de los barnabitas, durante el período de tiempo que moró como soldado en Tortona, iba con frecuencia s esta pobre casa de la Divina Providencia, y la impresión que yo tuve siempre de él fue que fuera un gran buen muchacho: de su mirada salía come el candor de su alma y más de una vez he sentido un gran sentido de veneración hacia él y me ha parecido sentirme delante de un joven santo».
La conciencia que la profesión religiosa fuera necesariamente profesión de santidad, Raineri la formó también en contacto con jóvenes soldados que criticaban la acción y la vida de sacerdotes no del todo ejemplares. Escribía: «Siento de veras, o Señor, que si uno quiere hacerse sacerdote, debe realmente querer hacerse santo, porque sólo los santos, y a veces ni ellos, están exentos de esta acusación (de predicar bien y de obrar mal) en un mundo malicioso, suspicaz, que interpreta mal hasta las más puras intenciones».
Un último pasaje, sacado de su colección de Pensamientos, sirve a concluir este perfil de Raineri y a darnos también la idea de cuál era el cuidado en el compromiso de fidelidad al Señor, que ha caracterizado a todos nuestros cohermanos en el frente.
Es impresión de Raineri que el cambio advertido en la valoración de las cosas y en el modo de pensar sea señal en él de un corazón mundano. «¡Oh Dios! ¡un religioso con el corazón mundano! ¿qué haré yo entonces en la religión? No serviré sino a escandalizar a los demás, a llevar la mundanidad en los cohermanos, a dilapidar su fervor, a distraerlos en su perfección. Esto no puede ser: o religioso como es debido, o … Señor, tú sabes cuánto yo amo mi Congregación, cuánto me asusta el mundo, cómo no sabría adaptarme a vivir en él: pero hay todavía una salida: o religioso perfecto, o llévame contigo; o santo aquí en la tierra, o santo en el paraíso: mundano nunca, ni en el mundo, ni menos en religión».